Patricia no sabe qué hacer ¿o sí? El día anterior, en la mañana, acudió, como toda madre responsable, a despecho de su jornada laboral, que por cierto, se ha visto bastante afectada en los últimas meses, a la reunión de padres de familia en el colegio de su hijita, la pequeña. Debía recibir el informe mensual sobre su rendimiento académico. Como lo sospechaba el reporte fue lamentable, seis materias perdidas y prácticamente irrecuperables, a su niña le espera un tercer sexto. Patricia se angustia, siente un poco de frustración y pesar; siente igualmente que no será capaz de reprenderla, está convencida que debe armarse de toda la paciencia posible e imposible, y apoyarla; que debe darle otra oportunidad, las que necesite. Sabe que la niña, Melisa, a diferencia de su otra hija, Karen, la mayor, y que ella misma, no se han recuperado de la tragedia. El destino, como un perro iracundo, traicionero, letal, se ensañó contra ellas, las mordió, sobre todo a su niña, a su pequeña, cuando menos lo esperaban, cuando apenas comenzaban a respirar, cuando su esposo al fin había conseguido un buen trabajo, estable, y lo apreciaba su jefe, y podían hacer planes, como comprar la anhelada casita propia de interés social, como cumplir la promesa de siempre, un viaje en avión, la playa, el mar, la brisa, el sol, las trencitas con chaquiras en la cabellera de Melisa y Karen, las vacaciones en familia Cartagena. Alfonso su esposo, el padre de sus niñas, había sido asesinado, de la manera más cobarde y tonta: le propinaron dos tiros en la cabeza por robarle su motocicleta en cualquier sitio de Cali. Todo por no tener los papeles de su moto en regla, por no tomar esa vía principal y evitar el puesto de control de la policía, el mismo de todos los días. Ocurrió un año y medio atrás y desde entonces sus vidas dieron un vuelco loco, infame, espantoso. Sí desde ese momento la niña, su Melisa, fue otra, se deprimió, el dolor la desbordó, perdió interés por el estudio, el vacío de su padre la amargó, se volvió grosera, contestona; perdió el año, fue su negación, su legítima protesta contra Dios, contra la vida, contra una existencia hostil y disparatada. Ella, Patricia, que tuvo que hacer de tripas corazón, se vio obligada a cancelar unas y tomar pocas materias en cada uno de los semestres siguientes para no suspender sus estudios, para que su carrera profesional no se viera truncada. Ahora, saliendo de aquella reunión terrible, en la que además de comunicarle descarnadamente que Melisa perdería el año y el cupo en el siguiente le arrojaron algo peor, que al escucharlo se hizo la desentendida, una intuición hiriente le susurró por dentro que su pequeña estaba involucrada: “Al interior del colegio se ha detectado microtráfico de drogas, se ha pedido la intervención de la policía y se tienen serias sospechas de quienes integran el grupo de indeseables”. Casi se le sale el corazón, una heladez la recorrió seguida de un ardor en la cara y de un corrosivo dolor en el alma. Lo peor: escuchar la protesta airada de los otros padres y acudientes, inhumanos, agresivos, exigiéndole a la directora de grupo que señalara nombres, que no generalizara, que desenmascarara las familias que no enseñaban principios y valores a sus hijos, que no los controlaban; que tomara medidas, que los expulsaran de una vez por todas. Y ella con el alma hecha trizas, flagelada por cada insinuación, recibiéndolas como latigazos, petrificó su rostro, reprimió su dolor, se tragó sus lágrimas, selló sus oídos, clausuró su voz para no gritarles, para no mandarlos para la porra, más allá, para la mismísima mierda a probar siquiera un sorbo amargo del infierno que ella y sus hijas habían probado. Aguantó. Al final no pararían los asombros, la corazonada se materializó, la directora que la llamó a un lado, a solas le comunicó que debía presentarse en rectoría, algo grave le informarían. Mientras caminaba por el iluminado y oscuro pasillo hacia la rectoría, mientras escuchaba en la cercanía la sirena de una ambulancia abriéndose paso entre el trafico caleño, que para ella no podía constituir cosa distinta a un ave de mal agüero, mientras el sol de septiembre calentaba a Cali, recordó los incidentes de los días previos. El primero, una advertencia de la psicóloga del colegio que la había citado: algunas adolescentes del colegio de su hija, tristemente no pocas, se les había dado por hacerse el “cutting”; ¿algún tipo de corte de pelo?, había preguntado ella intrigada y no menos cándida. Y el mundo se le vino encima cuando escuchó la explicación: las niñas se hacían cortes, heridas en los brazos con pequeñas navajas, para calmar su ansiedad, su depresión, para salir de la inmunda, en sus propias palabras. Esa noche llegó de la universidad dispuesta a confirmarlo; observó a su hija durmiendo tranquila, le pareció que no, que su angelito no podía ser de aquellas, la besó, la dejó dormir tranquila. Pero más pudo el realismo que la esperanza, esperó hasta que la respiración profunda de su hija se transformara en un ronquido de total inconsciencia y con el pretexto de colocarle su pijama la revisó con el alma en vilo, aguzada su visión como los gatos en la semioscuridad, desde la punta de los dedos hasta los hombros sus brazos y no encontró ninguna señal reciente o cicatriz, uff descansó. El segundo, un comentario de su sobrina de quince, la prima favorita de su niña, que le refirió, no por chivatearla, sino porque la confesión la aterrorizó, que Melisa le había dicho que sabía cómo, cuándo y con quien conseguir droga en el colegio. Se espeluznó. Por supuesto aquello no podía quedar allí, al día siguiente concretó a la niña, y esta, con lágrimas en los ojos confesó: Ella no lo hacía, solo sabía quién; unos chicos de séptimo y octavo, que la tenían asoleada para que les ayudara, pero que no se atrevía a denunciarlos porque quedaría como sapa y le harían daño. Entonces Patricia y Melisa prometieron cuidarse y el incidente no pasó a mayores. Pero ahora, ya en la rectoría, escuchando decir a la jueza implacable que a la niña le habían descubierto una navaja entre sus útiles escolares, que andaba en malas compañías y tenía mala conducta; que no podía asegurarlo, pero era posible el hecho de que metiera drogas en el futuro inmediato o las distribuyera; Patricia, sintió una temible sensación de pesar, dolor, indefensión en un momento y después coraje; vio a su pequeñita, su angelito extraviado llorando aún la muerte de su papá. Se inculpó, tal vez por estar ocupándose de que nada le faltara dejó de darle el amor que necesitaba. Es el temible drama de una madre soltera. Tal vez no solo lloraba la ausencia del papá, también la suya, porque ella, Patricia, no suspendió sus estudios universitarios para dedicarse a Melisa; por dejarla tanto tiempo sola, por tantas cosas, tantos imprevistos, tantas dificultades, tantas series de televisión a las que ella no les puso atención, relacionadas con mujeres violentas, asesinas a sueldo, vengativas, Nikita, Kill Bill, la Chica del Dragón Tatuado. Patricia si supo qué hacer, sin dudarlo y anticipándose al dictamen de la rectora resolvió que retiraba a la niña del colegio, sin importar que tuviera que empezar en otro colegio, en otro barrio, alejada de las malas compañías, y hacer un tercer sexto. Que no importaba que fuera privado, no oficial, así le costara caro y le tocara matarse más para sacarla adelante. Le hizo prometer a la niña que se ajuiciaría y le creyó. Entonces se marchó a conseguir dinero prestado para volver a comprar los útiles escolares, pagar la matrícula y el uniforme, absolutamente convencida de que su niña merecía una nueva oportunidad, y la aprovecharía. Y en caso de que no lo hiciera, ella misma, Patricia, no dilapidaría esta y todas las ocasiones que se presentarían en la vida para seguir siendo madre. Por lo pronto Patricia recomenzaría un nuevo sexto, el tercero de Melisa.