viernes, 8 de enero de 2016

Confidencia

A decir verdad, aprovechó la visita para contarle acerca de su grave situación, pero no  pudo salir del asombro. Las  palabras de su amigo fueron claras y a la vez disonantes, perturbaron sus oídos y su mente. Tragos que amargaron las papilas de su lengua y produjeron un hervor en la boca del estómago; baquetas que repicaban con frecuencia loca en  el  tambor de su corazón. Tal vez si aquel confidente hubiese callado y regalado un silencio comprensivo acompañado de un gesto solidario se sentiría mejor, o por lo menos no peor; pero no, su amigo simple y llanamente no podía comprender que aquel  momento de destape, casi de catarsis, para soltar cargas y frustraciones, no pedía consejos ni mucho menos opiniones. Para quejarse uno solo era suficiente, dos fastidiaban, se repelían entre sí. En últimas, desde su posición, recostado en su cama, con lágrimas retenidas, solo necesitaba de un amigo perro, un ente mudo, todo oído; sí, que le escuchara que se sentía mal, en cierta manera solo, huérfano, extraviado, cansado, utilizado, presionado, decepcionado, resentido. Que comprendiera que había llegado a un punto en el que le sonaba hueca la felicitación, doloroso el abrazo, y sin sentido cualquier prédica.  Su sensibilidad alborotada resistía a duras penas una mirada con ojos de compasión; que si acaso soltara una frase fuera de dos palabras a lo sumo, simples, muy cortas, tal vez un “lo siento”, mejor una interjección condescendiente. Que desde allí, desde el sillón reclinable donde estaba sentado, al lado de su cama, entendiera que bastaba con que lo que aparentemente ofrecía: presencia, consuelo mudo, tal vez que se atreviera a romper el oscurecido ambiente de la alcoba con algo inesperado, "¿Qué tal si vamos al cine en la tarde?". Pero no, tenía que sacar sus propios desengaños: “yo siempre he dicho que el gobierno es terrible, es ladrón, nos explota… yo mejor, no digo nada”; y continuaba con sus dictámenes: “es que estas metido en una cosa muy difícil”; con sus juicios de valor: “y uno, por muy bueno que sea, cuando se mete en eso lleva del bulto y sale untado”; para rematar con un examen escarnecedor y en cierta manera evasivo: “la gente es mala, el sistema perverso, cuídate de reclamarle a Dios, vuelve a él, acepta sus designios, confía y empieza de ceros”. Mientras su amigo, pensionado, privilegiado de viejas prebendas sindicales; beneficios insostenibles que con el tiempo fueron desmontados en Colombia, descargó su sermón sin pausa, él, segundo a segundo más entristecido, no podía salir del asombro.
De repente, una voz celestial, no tanto venida de lo alto sino de lo lejos, los rescató, resonando  liberadora para ambos. En el doliente porque lo desembarazó de la perorata insulsa del amigo confidente, en este último porque vapuleó la incomodidad al verse metido en semejante situación, al fin y al cabo había llegado a visitarlo con otro interés: necesitaba que le hiciera un favor urgente. Cada uno se levantó como una exhalación de su cama y de su sillón, para acudir de inmediato al oportuno llamado:
--¡Está servido el almuerzo!

viernes, 16 de octubre de 2015

Me Invades

Me invades, me emboscas, lo permito. A veces te impones de manera franca, sin sutilezas, como un viento recio; otras soterradamente, como una brisa fragante a Dolce Gabana Ligth Blue,  y las restantes, como un soplo vacilante me convences de que soy yo quien impongo. Te llamas ocasión, doña sí. Así es nuestra historia, nuestro trato y travesía. Te fuiste aplicando a mí desde la mañana que bajo el pretexto de ser compañeros en la universidad la casualidad nos presentó. Entonces éramos incautos, primíparos. Ibas de azul, no lo olvido, de blusita de manga sisa con botonera en el frente y un bolerito largo en el pecho, cosido de hombro a hombro; y tus piernas con pantalones de drill de bota ancha, por cierto muy ajustados. Llevabas sandalias, qué tramposa, y me absorbiste sin quererlo, disparaste mi fijación primaria: que desde niño me enloquecía por los pies de las mujeres, siempre que fueran bonitos, por supuesto, fijación que aún tengo y retienes sin misericordia. Desde ese día, un  poco vulgar, lo reconozco, pero de alguna manera definiendo la exaltación que ocasionaste en mí  te apodé “patas lindas”. Mis ojos magnetizados casi no se pueden despegar de ahí y cuando pudieron recorrieron la linealidad infinita de tus piernas, por delante, encontraron muslos carnosos más allá de lo que se esperaba de una flaca como vos. Después esos ojos encontraron una orquídea encubierta, silvestre, sugestiva: la maravillosa apariencia de tu entrepierna, los pliegues y el estría central, nada sutil, nada colosal, repolludita en su punto, en su justa medida, un preludio de erotismo a despertar y explotar. Algo me hizo desprender y andar cuesta arriba, superar dos colinas maravillosas, y llegar a tu cielo, otro timo, y mi cielo que es tu cara, a tu gesto desenvuelto, sencillo, a tu risa que desde ese entonces me ha refrescado. A tu mirada que me hizo entender que podíamos ser compañeros, amigos y más, mucho más. Después de encuentros y desencuentros, logros y contrariedades, confidencias y complicidades, con más cariño que enamoramiento te besé en una escalera del Departamento de Fluidos de la Universidad del Valle; te forcé, lo rechazaste a medias y nos fuimos enredando. De un compañerismo clásico de universitarios viramos hacia una amistad sazonada con ganas y aplazamientos, y frustraciones de mi parte. Después sobrevino el enredo sentimental, los  amigos nos ennoviamos, ¿qué nos mantuvo? que nos caíamos bien, la pasábamos bien y podíamos hacer buenas cosas juntos, sin grandes ilusiones románticas ni pretensiones espectaculares. Sin que cada uno pensara menos del otro, o más de sí mismo, en términos de belleza o capacidad. Cinco años de amistad ennoviada transcurrieron, los recuerdo momento a momento, cómo olvidarlos; alguna vez solté de sopetón una propuesta, creo que hasta ese día la más valiente de mi parte,  justamente el día del amor y la amistad, a tu papá, después  a ti, sin señales previas, y fui yo el sorprendido; con una practicidad que raya en lo inmutable, dijiste un sí con fecha fría, inapelable, como debieran ser todos los sí y los no. Y lo seguiste diciendo de por vida. Nos casamos, hemos vivido, hemos creído, hemos cedido, la he embarrado, tú casi no, pero sí. Algún día enajenado pretendí irme, dejarlo todo, cambiarlo todo, hasta a tí, y vos épica, especialista en difíciles, te la jugaste, cerraste puertas, encendiste la luz, me retuviste a punta de razones sin descontar cariño. Me ganaste, te impusiste. Me has querido, lo sé, me sigues queriendo, me estoy dejando querer. Hemos llorado, hemos reído, hemos crecido, aprendí a adivinarte, aprendiste a anticiparme, hoy me dominas y me dejo dominar; aun somos amantes, ambos apreciamos lo que cada cuerpo puede dar, según sus ganas, responsabilidades y cansancios, me siguen gustando tus pies, tu orquídea a mi medida, tu risa de ciruela. Ambos sacamos de los dolores y el desgaste de nuestra edad pretextos para acariciarnos, de las rabietas retiros y esperas silenciosas, de los déficits olvidos y risas y menos reclamos. Ya nos convencimos somos dos y uno a la vez, somos compañeros, compinches, amigos, necesitados el uno del otro, todavía encontramos motivos para reír.  Me invades, me emboscas, yo lo permito. Cualquier martes te impusiste de manera franca, sin sutilezas, como un viento recio; cuando se marcharon nuestros hijos te desvestí e hicimos el amor con paciencia, sin afanes, tu y yo, no otros, fui al cielo y volví; después cuando los quehaceres de cada uno nos reclamaron, salí del apartamento, tomé el vehículo, me fui al centro comercial y compré la loción adecuada, aquella que convierte mi viento en una brisa fragante a Dolce Gabana Ligth Blue.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

El Ladrón

Sintió un pinchazo sonoro, abrió los ojos y se encontró con una oscuridad distinta. Aguzó sus oídos. El infame chirrido era delgado, penetrante, espeluznante. Desde su cama, con sigilo extremo, sus ojos desorbitados intentaron observar aquello que sucedía afuera, quizá en la cocina, o estaba a punto de suceder. Algo inexplicable y posiblemente regular, malo, perverso. Deploró su limitación visual, en estos casos una debiera tener vista sinuosa, que supere obstáculos, se filtre por cualquier resquicio y lo fisgonee todo en medio de la oscuridad, se dijo. Lamentó no disponer de un sistema de cámaras de seguridad para controlar hasta los más remotos espacios de su vivienda. El silbido seguía perforando sus oídos, invencible, vapuleaba su tiempo de sueño, crispaba su mente y dejaba en libertad sustos y ansiedades volátiles. Los pelos se le pusieron de punta, sudó frío. La noche se hizo tinieblas grises, espesas, calurosas, infernales. La almohada se calentó. Un sudor ácido recorrió inatajable el dorso de su cuello y lo hizo arder. La cama voluble, maniática, fresca en el vecindario del contacto cuerpo - cama, al mínimo contacto con  una mano, un dedo, una uña, hervía. La parte baja de la espalda soltó una segunda emisión de ácido sudorífico que invadió el abismo de las nalgas y lo incendió. Dio una vuelta, dos vueltas, diez vueltas y se incorporó desesperada. Sintió que su cuerpo despedía vapor. Revisó sus flancos. Estaba sola, sola en la oscuridad, sola con sus suposiciones penumbrosas, sola con sus miedos y sus rasquiñas. Bajo la puerta cerrada de su habitación se filtraba una lámina de luz inexplicable. Algo sucedía afuera, en la cocina, o estaba a punto de suceder. El chillido no paraba. Encendió el aire acondicionado, se recostó nuevamente, buscando inconsciencia profunda, extender un poco más su noche insuficiente; una corriente helada irrumpió en sus fosas nasales y las explosionó. Estornudó cinco veces. Volvió a incorporarse. Alcanzó las pantuflas, nuevamente el chillido, el pito, la flauta infernal seguía interpretando su pérfida melodía. Enfrentaría de una vez por todas al ladrón, al infame que pretendía despojarla, se armó de coraje, de decisión, de nada más. Con paso vacilante, con ojos cegados por luz infinita, avanzó por el pasillo. Entró a tientas a la cocina y como viendo detrás de un cristal esmerilado lo observó de espaldas, análoga figura (hay que ver como se camuflan los facinerosos), similar pelo escaso y cano (disfrazado de…), y una espalda descubierta de afines proporciones, manipulando la maquina mortal que emitía el ruido. El aroma la envolvió, a café caliente, y el universo doméstico despertó, se aclaró, fue consciencia pura. Sí acababa de pillar infraganti a su marido, el ladrón de sueños.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Patricia no sabe qué hacer ¿o sí?


Patricia no sabe qué hacer ¿o sí? El día anterior, en la mañana, acudió, como toda madre responsable, a despecho de su jornada laboral, que por cierto, se ha visto bastante afectada en los últimas meses, a la reunión de padres de familia en el colegio de su hijita, la pequeña. Debía recibir el informe mensual sobre su rendimiento académico. Como lo sospechaba el reporte fue lamentable, seis materias perdidas y prácticamente irrecuperables, a su niña le espera un tercer sexto. Patricia se angustia, siente un poco de frustración y pesar; siente igualmente que no será capaz de reprenderla, está convencida que debe armarse de toda la paciencia posible e imposible, y apoyarla; que debe darle otra oportunidad, las que necesite. Sabe que la niña, Melisa, a diferencia de su otra hija, Karen, la mayor, y que ella misma, no se han recuperado de la tragedia. El destino, como un perro iracundo, traicionero, letal, se ensañó contra ellas, las mordió, sobre todo a su niña, a su pequeña, cuando menos lo esperaban, cuando apenas comenzaban a respirar, cuando su esposo al fin había conseguido un buen trabajo, estable, y lo apreciaba su jefe, y podían hacer planes, como comprar la anhelada casita propia de interés social, como cumplir la promesa de siempre, un viaje en avión,  la playa, el mar, la brisa, el sol, las trencitas con chaquiras en la cabellera de Melisa y Karen, las vacaciones en familia Cartagena.  Alfonso su esposo, el padre de sus niñas, había sido asesinado, de la manera más cobarde y tonta: le propinaron dos tiros en la cabeza por robarle su motocicleta en cualquier sitio de Cali. Todo por no tener los papeles de su moto en regla, por no tomar esa vía principal y evitar el puesto de control de la policía, el mismo de todos los días. Ocurrió  un año y medio atrás y desde entonces sus vidas dieron un vuelco loco, infame, espantoso. Sí desde ese momento la niña, su Melisa, fue otra, se deprimió, el dolor la desbordó, perdió interés por el estudio,  el vacío de su padre la amargó, se volvió grosera, contestona; perdió el año, fue su negación, su legítima protesta contra Dios, contra la vida, contra una existencia hostil y disparatada. Ella, Patricia, que tuvo que hacer de tripas corazón, se vio obligada a cancelar unas y tomar pocas materias en cada uno de los semestres siguientes para no suspender sus estudios, para que su carrera profesional no se viera truncada. Ahora, saliendo de aquella reunión terrible, en la que además de comunicarle descarnadamente que Melisa perdería el año y el cupo en el siguiente le arrojaron algo peor, que al escucharlo se hizo la desentendida, una intuición hiriente le susurró por dentro que su pequeña estaba involucrada: “Al interior del colegio se ha detectado microtráfico de drogas, se ha pedido la intervención de la policía y se tienen serias sospechas de quienes integran el grupo de indeseables”. Casi se le sale el corazón, una heladez la recorrió seguida de un ardor en la cara y de un corrosivo dolor en el alma. Lo peor: escuchar la protesta airada de los otros padres y acudientes, inhumanos, agresivos, exigiéndole a la directora de grupo que señalara nombres, que no generalizara, que desenmascarara las familias que no enseñaban principios y valores a sus hijos, que no los controlaban; que tomara medidas, que los expulsaran de una vez por todas. Y ella con el alma hecha trizas, flagelada por cada insinuación, recibiéndolas como latigazos, petrificó su rostro, reprimió su dolor, se tragó sus lágrimas, selló sus oídos, clausuró su voz para no gritarles, para no mandarlos para la porra, más allá, para la mismísima mierda a probar siquiera un sorbo amargo del infierno que ella y sus hijas habían probado. Aguantó. Al final no pararían los asombros, la corazonada se materializó, la directora que la llamó a un lado, a solas le comunicó que debía presentarse en rectoría, algo grave le informarían. Mientras caminaba por el iluminado y oscuro pasillo hacia la rectoría, mientras escuchaba en la cercanía la sirena de una ambulancia abriéndose paso entre el trafico caleño, que para ella no podía constituir cosa distinta a un ave de mal agüero, mientras el sol de septiembre calentaba a Cali, recordó los incidentes de los días previos. El primero, una advertencia de la psicóloga del colegio que la había citado: algunas adolescentes del colegio de su hija, tristemente no pocas, se les había dado por hacerse el “cutting”; ¿algún tipo de corte de pelo?, había preguntado ella intrigada y no menos cándida. Y el mundo se le vino encima cuando escuchó la explicación: las niñas se hacían cortes, heridas en los brazos con pequeñas navajas, para calmar su ansiedad, su depresión, para salir de la inmunda, en sus propias palabras. Esa noche llegó de la universidad dispuesta a confirmarlo; observó a su hija durmiendo tranquila, le pareció que no, que su angelito no podía ser de aquellas, la besó, la dejó dormir tranquila. Pero más pudo el realismo que la esperanza, esperó hasta que la respiración profunda de su hija se transformara en un ronquido de total inconsciencia y con el pretexto de colocarle su pijama la revisó con el alma en vilo, aguzada su visión como los gatos en la semioscuridad, desde la punta de los dedos hasta los hombros sus brazos y no encontró ninguna señal reciente o cicatriz, uff descansó. El segundo, un comentario de su sobrina de quince, la prima favorita de su niña, que le refirió, no por chivatearla, sino porque la confesión la aterrorizó, que Melisa le había dicho que sabía cómo, cuándo y con quien conseguir droga en el colegio. Se espeluznó. Por supuesto aquello no podía quedar allí, al día siguiente concretó a la niña, y esta, con lágrimas en los ojos confesó: Ella no lo hacía, solo sabía quién; unos chicos de séptimo y octavo, que la tenían asoleada para que les ayudara, pero que no se atrevía a denunciarlos porque quedaría como sapa y le harían daño. Entonces Patricia y Melisa prometieron cuidarse y el incidente no pasó a mayores. Pero ahora, ya en la rectoría, escuchando decir a la jueza implacable que a la niña le habían descubierto una navaja entre sus útiles escolares, que andaba en malas compañías y tenía mala conducta; que no podía asegurarlo, pero era posible el hecho de que metiera drogas en el futuro inmediato o las distribuyera; Patricia, sintió una temible sensación de pesar, dolor, indefensión en un momento y después coraje; vio a su pequeñita, su angelito extraviado llorando aún la muerte de su papá. Se inculpó, tal vez por estar ocupándose de que nada le faltara dejó de darle el amor que necesitaba. Es el temible drama de una madre soltera. Tal vez no solo lloraba la ausencia del papá, también la suya, porque ella, Patricia, no suspendió sus estudios universitarios para dedicarse a Melisa; por dejarla tanto tiempo sola, por tantas cosas, tantos imprevistos, tantas dificultades, tantas series de televisión a las que ella no les puso atención, relacionadas con mujeres violentas, asesinas a sueldo, vengativas, Nikita, Kill Bill, la Chica del Dragón Tatuado. Patricia si supo qué hacer, sin dudarlo y anticipándose al dictamen de la rectora resolvió que retiraba a la niña del colegio, sin importar que tuviera que empezar en otro colegio, en otro barrio, alejada de las malas compañías, y hacer un tercer sexto. Que no importaba que fuera privado, no oficial, así le costara caro y le tocara matarse más para sacarla adelante. Le hizo prometer a la niña que se ajuiciaría y le creyó. Entonces se marchó a conseguir dinero prestado para volver a comprar los útiles escolares, pagar la matrícula y el uniforme, absolutamente convencida de que su niña merecía una nueva oportunidad, y la aprovecharía. Y en caso de que no lo hiciera, ella misma, Patricia, no dilapidaría esta y todas las ocasiones que se presentarían en la vida para seguir siendo madre. Por lo pronto Patricia recomenzaría un nuevo sexto, el tercero de Melisa.

lunes, 3 de agosto de 2015

Nadie vive cien años

Comimos con gusto y gana. Sin duda cada vez se encuentran en Cali mejores platos. Un tome-mija, la tradicional chuleta nuestra y milanesa de otras latitudes camuflada entre panes y bañada por un delicioso guiso con verduras; unos ravioles de chontaduro exótico y pretencioso, sin dejar de ser delicioso; una sopa de pollo y tortillas, no mexicanas, colombianas, de las de las abuelas nuestras; y unos advenedizos mini-choris y ensalada César que no pueden faltar en nuestra diversidad. Los disfrutamos y le agradecimos a nuestros amigos Elías y Claudia la invitación. Salimos. La brisa fresca, nocturna y traviesa del norte de Cali nos abrazó y la estridencia de la música desde el local del frente apagó nuestras voces. Nos despedimos con risas y abrazos agradecidos por la comida y el encuentro afectuoso. Caminamos con Gloria, mi esposa, e Isabelita, mi hija, hacia el sitio donde teníamos aparcado nuestro vehículo, doblamos la esquina y cuando habíamos avanzado unos cuantos pasos por la Avenida Sexta, la vi salir. Una hermosa camioneta blanca que estuvo estacionada al lado de la nuestra partía. Me sorprendió, cautivó mis ojos, descolgó mi boca, se trataba de una Porshe blanca, nunca vista por mí,  impecable, extraordinaria, polarizada y silenciosa pasó por mi lado como una exhalación. La seguí con total libertad, sin disimulos, al fin y al cabo no se trataba de una de aquellas bellísimas y siempre tentadoras mujeres que deambulan por Cali, caso en el cual me hubiera ganado una segura y merecida reprimenda de mi hija y un posterior ajuste de cuentas de mi esposa. Se deshizo entre las luces, los pitos, la música crossover de la Sexta y volví a lo mío. Accioné el botón de quitar seguro de la compleja llave de mi camioneta Tracker (afortunadamente no use un diminutivo lamentable como trackercita o camionetica, que denotan más frustración que cariño), escuché el beep obediente y antes de abordarla solté un adjetivo: “Divina” refiriéndome a la Porshe no a la mía. Salida de mi espalda, la voz de un hasta ese momento invisible superó el bullicio caleño, mi propia letanía admirada y tomó forma. Un hombre sencillo de regular estatura, cabello despeinado y desarreglado, flaco, de piel ajada y oscura, sucio, casi harapiento, de pantalones cortos, tenis rotos color mugre (o noche, no lo sé), con un trapo café en la mano (antes rojo, supongo), de aquellos magos que nunca aparecen cuando uno necesita parquear y surgen de la nada cuando uno se retira, me regalaba una risa y unas palabras enormes: “Disfrute lo suyo doctor”. Volví a mirarlo sorprendido y él, seguro de haber captado mi atención, añadió: “es bella su familia, doctor” y después de un segundo infinito volvió a la carga: “… y también su nave”. Sonreí, el muy vivo me estaba tramando. Me encantó, ese tipo de astucia que me gusta; seguramente estaba libreteado, puede que haya visto en mí un majadero fácil o lo que sea, pero me tramó. Le alcancé a pasar un billete de mil, me agradeció y corrió a hacer su aparición mágica al lado de otro carro que se retiraba. Como me dejó con otro en la mano lo llamé, regresó de inmediato, reído. Le pasé el otro billete, también de mil, volvió a sonreír e insistió: “usted tiene lo suyo doctor, disfrútelo”. "¿Cómo te llamas?" Le pregunté, respondió con palabras limpias: “Carlos Alberto Cifuentes, doctor”, solo entonces le agradecí y él un poco afanado me devolvió otra sentencia encantadora: “nadie vive cien años doctor, téngalo en cuenta y ¿sabe por qué es bueno ser cuida-carros?...” su respuesta no se dejó esperar: “por encontrarme personas como usted”. Sonreí cándidamente, di reversa y me marché satisfecho de la comida, de mi ciudad, de mis amigos, Elías y Claudia,  y de aquel ciudadano sencillo. A veces hace falta que un mugroso iluminado como aquel aparezca y le sacuda el parabrisas empolvado de anhelos y comparaciones a un pulcro ensombrecido como yo, que le deje ver una vía totalmente despejada en la que lo importante y verdaderamente útil es que uno se conduzca como la gente que le gusta al pintoresco personaje: teniendo lo suyo,  cuidándolo y disfrutándolo a plenitud.

jueves, 30 de julio de 2015

El Vuelo

Oro, te pido que en su vuelo le vaya bien, que no se le presente ninguna emergencia al Airbus en el que viaja. Te insisto: protégelo, Señor, cuídalo, líbralo del mal, del peligro; tal vez no debiera dudar porque tengo fe en ti, en tu poder, en tu cuidado, pero lo confieso: no puedo evitarlo, me dan nervios, dudo; porque cosas se han visto, accidentes tontos que cobran vidas,  nadie está exento. Al fin y al cabo eres tan sorpresivo, Señor, no digo que pierdas el control pero sí que sorprendes; bueno a mí no tanto y eso te lo agradezco, pero a otros sí y de qué manera, y uno se confunde, por decir lo menos. Aquel padre que te dijo “creo, ayuda mi incredulidad”, se parece a mí, y supongo que a todos; no era propiamente la mata de la confianza, de la tranquilidad, del descanso en ti, como me han enseñado, como yo mismo lo he enseñado. Qué fácil es guiar desde la cercanía al que ha sufrido una calamidad, uno se estremece y hasta se duele y llora con él, pero lo hace en cierta manera protegido por  la barrera de la distancia, por la afectación indirecta. Y desde esta distancia surgen las consabidas frases: confía, no reniegues, agradécele a Dios lo que ha sucedido porque es para tu bien, cuando solo debiera haber presencia y silencio solidarios. Por eso creo que es más pertinente el consuelo que el consejo, todos haríamos bien en hacer esperar el nuestro. Bueno, volviendo a mi caso, a mi oración, como en la mayoría de mis plegarias termino y me levanto consciente de que puede suceder cualquier cosa, pero tampoco temeroso. Una mejor forma para calificar mi posición tal vez sea de “cautelosa” sin rayar en la angustia; como cuando entregué por primera vez a este hijo mío, José, por quien te clamo esta madrugada, en el jardín infantil ―en aquella ocasión de cuatro o cinco años de edad―, y nos quedamos mi esposa y yo hechos una mata de dudas pensando cómo le iría, si lo cuidarían bien, si habíamos obrado bien en entregarlo, en dejarlo allí y después las ocupaciones de cada uno, las distracciones del día a día, dieron buena cuenta de nuestras preocupaciones. En momentos como ese, como este, como todos, un padre maternal y una madre paternal quisiera más que controlar dirigir todo lo que le acontece a un hijo, ser un sobreprotector existencial y cósmico, y se estrella con la incertidumbre, con la propia vulnerabilidad, con la misma vida, compleja y sabia, que se encarga de mostrarle que pensar así es una tamaña tontería. Ya lo sé, Señor, no soy como tú, no puedo pretender manejar lo que tú manejas o manejarte a ti. Solo pedirte, desde el nivel de humildad en que nos pone la incertidumbre y el amor por el hijo, sin pretender ser el mejor creyente, nada de eso, solo pedirte, implorar tu cuidado y tu misericordia hacia él, reconociendo incluso el desmerecimiento personal mío, pero apelando al merecimiento del hijo que uno, como padre, siempre considerará mayor que el propio. Termino esta oración con un amén, ese "así sea" que es más un esperanza que una convicción; me retiro a vivir el día que tengo por delante sin tener el control de lo que suceda, salgo desocupado de palabras y ansiedades, no tanto seguro como desentendido, sin presentimientos, sí, algo desentendido de lo que no está en mis manos y ya está en las tuyas. Esa es mi fe, te lo confieso, tan minúscula como una semilla de mostaza. Me retiro sin oírte y confiando en que me hayas oído. No hecho un sonrisal ni un ejemplo de confianza y descanso, escondiéndome de la preocupación. En resumidas cuentas salgo a hacerme cargo de mi día, de lo que siento, de lo que espero y a esperar noticias de él sin asustarme por anticipado y por gusto, a esperar lo que suceda, gozarme en lo bueno o llorar lo malo y en ambos casos a seguir adelante. Salgo tranquilo.
Nueve y media de la mañana, Danny nos reporta a través del grupo familiar de Whatsapp que José llegó bien al aeropuerto de San Salvador y que está por abordar el vuelo siguiente. José escribe: "aquí estoy después de una raqueteada pendeja". Catorce y treinta y nueve, José envía la imagen de un apetitoso rollo de canela que se comerá a la salud de su novia, así escribe también. Quince treinta, nos despide, "me vuelvo a comunicar en Boston". Quedo tranquilo, vuelvo y oro, y espero noticias.

Gracias Señor. 

lunes, 6 de julio de 2015

Semáforo en Rojo

Nos detuvimos en la esquina de la Avenida 2 con calle 5, en el norte de Cali,  frente al semáforo, a soportar un interminable rojo. Esos momentos que no sé por qué son de corte, de ruptura, tal vez a muchos nos pase lo mismo, uno abandona la rutina del traslado, aquella abstracción que se realiza entre contestar llamadas o hacerlas con el celular, leer chats, revisar correos electrónicos, escuchar cualquier chisme noticioso, tararear una canción o charlar con el chofer; el rojo lo cautiva y también el desespero por el verde; porque en estos casos, lo confieso, no espero, desespero; el cuerpo se rigidiza, el corazón se acelera y los ojos se me desorbitan a la espera del cambio de luz que pareciera nunca ocurrirá. Y me dan ganas ordenarle a Gerard que se pase y viole la luz roja. Los demás, allá ellos, que tengan cuidado, al fin y al cabo uno tiene demasiadas responsabilidades, ocupaciones, prisas, y a como marcha el mundo hoy por hoy, un minuto es largo plazo y el que vacila lleva las de perder.
Supuestamente debería estar rígido, estático, mirando fijamente la luz, pero no lo estoy, algo me distrae, mi esposa, que resucita en el asiento de atrás y me lo hace notar (qué extraordinaria la capacidad de las esposas para desviar nuestra atención hacia sus cosas), y lo veo. Es un muro blanco, a simple vista en forma de ele, viniendo de la calle quinta y volteando por la avenida segunda hacia el norte. Es excepcional hoy, ayer no estaba así. El blanco del muro me atrapa, es plano, limpio, virginal, impoluto, llamativo, inspirador. Me regala unos escasos segundos de relax, los suficientes para recordar: es uno de las tapias de mi queridísima Cali a las que semanalmente azota cualquier grafitero o publicista, colocándole imágenes, carteles y letreros de diferente índole, incluso la figura de una muchacha bonita, de cuerpo entero, que anuncia una escuela de auxiliares de enfermería y paramédicos. Pero caigo en cuenta también que tal vez sea la única pared de mi ciudad a la que su dueño testarudo defiende blanqueándola con pintura blanca, al carburo, semana a semana.
Que tozudez, ni el grafitero ceja en su empeño, ni el dueño del predio, y consecuentemente del muro, se doblega. ¿Quién prevalecerá? Cambio de pregunta ¿Quién quiero que prevalezca? Instantáneamente me  inclino por el segundo y pienso: así debiéramos actuar todos, limpiar compulsivamente, perseverantemente, lo nuestro, lo que queremos y valoramos, nuestra vida propia, nuestra ciudad, independientemente de que no tengamos el manejo, o el dominio, o el castigo  de las fuerzas y las personas que lo deterioren; tal vez haciéndolo de esta manera podemos construir una Cali mejor.

Uff cambia el semáforo a verde y continuamos la marcha, menos tensos, nos miramos libres, liberados por la lección del blanco, o del que blanquea… Veo a Cali más bella, me siento más ligero, dispuesto a blanquear.